PRIMEROS CAPÍTULOS


1. En la tertulia del café «El Español»


La oscuridad se había echado sobre las calles de Toledo hacía ya unas cuantas horas. La niebla cubría el casco antiguo como en las leyendas de fantasmas y aparecidos, y el silencio era un silencio de siglos, inquietante y misterioso, interrumpido de vez en cuando por el sonido de pasos sobre los adoquines mojados, o por alguna conversación lejana, y como clandestina, que le daba a la ciudad ese carácter de iglesia, o de cementerio, que cabe imaginar que haya debido de tener siempre. Sólo en torno a la plaza de Zocodover seguía habiendo aún algo de vida. Los cafés, las tabernas, dejaban entrever actividad tras los cristales empañados que daban a los soportales, y la luz cálida de sus bombillas refulgía dentro, entremezclada con el humo denso de puros, pipas y cigarrillos, y el murmullo de cánticos y conversaciones vibrando todas juntas a la vez.

Era el año 1927, y entonces, como ahora, se hablaba alto, apasionadamente, con voces crispadas y puñetazos sobre la mesa para reforzar los argumentos. Daba igual cuál fuera el tema en cuestión. Los tejemanejes de la política, el asunto de Marruecos, el mundo de los toros, la Iglesia… Todo era susceptible de generar unos instantes de tensión o de acaloramiento. Incluso la historia, o la arqueología –los temas que solían reunir cada miércoles a los miembros de la tertulia del café El español–, hacían que los nervios se disparasen de vez en cuando, y una charla amable y distendida terminara degenerando en una controvertida polémica…

–Pues yo les digo, señores, que Colón era de Toledo.

–¿Colón? ¿El que descubrió América?

–El mismo.

–¡Pero padre, qué barbaridad!

–¡Sí, menudo disparate!

–¿Y de dónde saca usted eso…?

No era la primera vez, ni mucho menos, que el padre Ventura se desmarcaba con una afirmación de ese tipo. Aquel personajillo menudo, de sotana negra hasta los tobillos, pelo muy corto, de punta, y ojos encendidos de un iluminado, pertenecía a esa clase de sujetos que, con tal de evitar el anonimato, están dispuestos a hacer o decir lo que sea. No era de extrañar, pues, que no parecieran afectarle demasiado las exclamaciones y protestas que comenzaron a sucederse a partir de entonces. Como si la cosa no fuera con él, se limitó a echarse tranquilamente hacia atrás, sobre el respaldo de la silla, y, copita de chinchón en mano, comenzó a escrutar con interés las reacciones del joven perplejo, y aspecto desubicado, que aquella tarde había acudido con él a la tertulia.

–¡Pero no te asustes, muchacho, que esto no es nada…!

–¿No?

–¡Qué va…! Piensa que hay veces que hasta se levantan para pegarme, o para lanzarme alguna fiera dentellada…

El joven, que se llamaba Ramón, era un estudiante de Barcelona que había conocido al padre Ventura un par de horas atrás, en la pensión en que ambos se alojaban. Su naturaleza tímida, y algo reservada, le había convertido en presa fácil de un tipo que, como aquel esperpéntico sacerdote, acostumbraba a pegarse como una lapa a quien le hacía un poco de caso; sobre todo si, como en aquella ocasión, se cometía el error de confesarle cierto interés por el Arte o las cosas antiguas…

–De momento, señores, van a permitirme que guarde silencio. La investigación sigue en curso, y ya saben cómo soy yo para estas cosas.

–¡Pero padre…! ¡No sea así, hombre!

–¡Sí! ¡Denos algún dato más, alguna pista!

Por suerte, no hubo que esperar demasiado para que dejara de hacerse de rogar y accediera a satisfacer aquellas muestras de curiosidad tan insistentes, y un tanto sospechosas, que no dejaron de atosigarle mientras tanto. Tras lanzar una mirada cómplice al muchacho –que seguía sin comprender nada–, se levantó de la silla, y comenzó a reclamar silencio.

–Está bien, está bien… –dijo, agitando las manos con un gesto teatral y amanerado–. Sólo les diré una cosa, señores –añadió, mientras el barullo se iba apagando lentamente a su alrededor–. La clave del asunto, por muy extraño que parezca, se encuentra en un poema…

–¿En un poema? –se oyó preguntar a alguien.

–Sí, en un poema –confirmó el sacerdote–. Del Romancero Viejo, para ser más exactos. Pero ya sí que lo dejo ahí…

Los murmullos volvieron a brotar con renovada exaltación, pero él se desentendió de ellos dejándose caer de nuevo sobre la silla y cruzándose de brazos, con indiferencia. Los que estaban más cerca siguieron insistiéndole, pero él se mantuvo firme.

–No puedo, de verdad, créanme.

–Pero, ¿por qué, Ventura? Aquí hay confianza…

El sacerdote se apresuró a explicar que uno, en tiempos como aquéllos, no podía ya fiarse de nadie.

–¿O no recuerdan lo que pasó hace años? –empezó a decir–. El mérito se lo llevaron otros, y eso que yo había hecho todo el trabajo… No pienso dejar que eso vuelva a ocurrir, desde luego que no… y mucho menos ahora, que empiezo a tener ciertos apoyos y en breve podría anunciarles una importantísima noticia.

–¿Habla de un nuevo libro, padre?

–¿Piensa publicar de nuevo?

–Ah… –respondió él, con falsa modestia–. Todavía no hay nada firmado, así que… No debemos hacernos ilusiones. Lo primero de todo es terminar la investigación, y para eso quedan aún varios meses, quizá un año…

Un anciano que estaba sentado algo apartado de él comenzó a manifestar una enorme alegría en cuanto le repitieron, al oído y en voz alta, lo que acababa de insinuar el sacerdote. Emocionado, se echó hacia adelante para tenderle su mano temblorosa y darle así la enhorabuena.

–Muchas gracias, don Augusto –le respondió Ventura.

–Es hora de que se vaya reconociendo su trabajo –sentenció el anciano, con su voz débil y apagada.

Casi al mismo tiempo, comenzaron a escucharse unos cuchicheos y risitas demasiado sospechosas, que provenían del otro lado de la mesa.

–¡Un libro, dice…!

–Será un folletito de ésos que publica de vez en cuando, apoquinando de su bolsillo…

Todas las miradas se dirigieron entonces hacia un grupo de sujetos de mediana edad que estaban sentados en torno a un tipo estirado, de aspecto más que desagradable –bigotillo fino, labios carnosos, dientes amarillos y muy separados– que no pareció molesto por la atención suscitada.

–Yo quería hacerle una pregunta, padre –dijo, dirigiéndose a Ventura mientras aprovechaba para sacar del interior de su chaqueta una pitillera de plata reluciente, y tomar de ella un cigarrillo.

–Dígame, Andrade –respondió Ventura.

–Dice usted que Colón nació en Toledo, ¿no es así?

–Correcto –respondió Ventura.

El tipo se llevó el cigarrillo a la boca; guardó la pitillera y agarró una cajita de cerillas que le quedaba delante, sobre la mesa.

–¿Y sabe si pasó aquí parte de su infancia? –preguntó, mientras prendía fuego al pitillo y apartaba con la mano el humo de la primera calada.

–Hasta donde yo sé –respondió Ventura–, así es. Tengo pruebas de que el Almirante siempre tuvo a esta ciudad en buena estima, aunque sin nombrarla nunca directamente…

–¿Y dónde cree usted, si puede saberse, que pudo aprender a navegar?

–¿Dónde? –repitió Ventura, tratando de ganar tiempo.

–Sí, padre. Me gustaría que nos aclarase si tiene alguna teoría al respecto. Como dice usted que Colón nació aquí, en nuestra ciudad, quisiera saber dónde cree que pudo aprender las artes de la navegación… ¿Fue, quizá, en el Tajo? –añadió, con una sonrisa malévola asomándole al rostro–. Igual en una de esas barcas de remos que se usan para cruzar el río, de una orilla a otra…

Uno de los que estaban junto a él no pudo resistir más, y estalló en una carcajada al oír aquello último. A su acceso de hilaridad le siguieron otros, y en poco tiempo toda la mesa reía ya de forma desenfrenada. Tan sólo el anciano –que miraba a su alrededor totalmente desubicado, sin comprender nada–, se mantenía todavía al margen.

–¡Igual conoció a los Pinzones en Talavera de la Reina –se oyó exclamar a alguien, entre hipos incontrolables–, y los tres juntos se fueron remando hasta América…!

Ventura trató de disimular al principio, pero no por mucho tiempo. Tras comprobar que aquello, lejos de apagarse, iba en aumento, apuró de un trago la copita de chinchón y, levantándose, se fue directo hacia una percha próxima en la que había dejado su abrigo.

–¿Se marcha, don Ventura? –le preguntó el anciano, extrañado al verle abandonar la mesa tan precipitadamente.

–Sí, don Augusto, se me hace tarde –respondió el cura, tomando su abrigo y tendiéndole el suyo al muchacho, que se dio cuenta en ese momento de lo que ocurría.

Las carcajadas comenzaron a extinguirse entonces poco a poco.

–¿No se habrá enfadado, verdad? –preguntó uno de los contertulios, dirigiéndose al sacerdote.

–No, no, por favor –se apresuró a negar el cura, mientras procedía a abotonarse el abrigo hasta el cuello.

–Sí que se ha enfadado –replicó otro de aquellos caballeros, levantándose de su asiento para intentar apaciguarle.

–Sí, yo creo que sí –añadió uno más, haciendo lo mismo.

–No, de verdad –insistió el cura–. Es sólo que mi compañero de pensión –dijo, señalando al muchacho– quería conocer un poco más la ciudad y…

Ramón, ya de pie, se había puesto su gorra sobre la cabeza, y trataba de enfundar los brazos en las mangas de su abrigo. Hizo como si no escuchara nada.

–¿Pero ahora, de noche, con el frío que está haciendo –se escandalizó el anciano–, van a ponerse a hacer turismo?

–Bueno… –dijo don Ventura, tratando de justificarse–. Ya sabe que a estas horas es cuando la ciudad muestra su cara más interesante…

Las miradas se dirigieron entonces al chico que, a tenor de aquellas palabras, se limitó a encogerse de hombros y a dar a entender, con una expresión simpática, que estaba a merced del cura.

–Vaya un cicerone que te has ido a buscar –le dijo uno de aquellos hombres, acercándosele al oído y golpeándole amistosamente en un hombro.

–Sí –dijo otro, guiñándole un ojo–, todo un personaje...

El sacerdote escuchó con agrado aquellos comentarios afectuosos, pero mantuvo su decisión de marcharse.

–Bueno, amigos –dijo, despidiéndose de todos ellos con el brazo en alto–, la semana que viene seguiremos charlando, si ustedes quieren…

–Claro, padre. Será un placer.

–Pues hasta la semana que viene, entonces.

–Adiós, Ventura.

–Adiós…



2. Aparición entre la niebla


Franquearon la puerta del café y salieron a la calle. La noche invernal caía implacable sobre Zocodover, cubierta en aquel momento por una neblina fría y húmeda que flotaba suspendida sobre los adoquines.

–Bueno –comentó Ventura, dirigiéndose al muchacho con los ánimos renovados–, ¿dónde deseas que vayamos?

Ramón sintió la tentación de ser sincero y confesar que lo que más le apetecía era regresar a la pensión y poner los pies ante la estufa, pero no se atrevió ni a insinuarlo. Tenía muy presente lo que acababa de ocurrir en la tertulia y, ante el miedo de volver a hacerle daño a aquel pobre hombre, decidió dejar que fuera él quien decidiera.

–No sé –dijo–. Lo que usted quiera…

El cura no dudó en tomarle la palabra.

–Muy bien –dijo, poniéndose en marcha–. ¡Caminemos entonces!

Abandonaron el abrigo de los soportales y se adentraron, a paso ligero, por la calle del Comercio. Ventura iba por delante, elevando la voz mientras ejercía de guía, para que el chico no tuviera problemas a la hora de escucharle.

–Toledo es quizá la ciudad más antigua de Europa, ¿sabes? Su origen se remonta al pasado más remoto; hay quien dice que al mítico Hércules, el héroe griego, que la habría fundado mientras buscaba por tierras de España el jardín de las Hespérides, aquél del que debía robar aquellas manzanas doradas…

Recorrieron de este modo una larga sucesión de calles oscuras y desiertas, acompañados por el ruido hueco de sus apresurados pasos, y el soniquete monótono de la cháchara del cura. La erudición de aquél, un tanto alocada y sospechosa, dejó de interesar enseguida a Ramón, poco amante de esa fantasía de encantamientos, almas en pena, y romances que acaban siempre de forma trágica y violenta.

–¡Aprovéchate de mí, chico! –insistía el sacerdote, ante la pasividad del muchacho–. ¡Tienes contigo a uno de los mayores expertos en esta ciudad…!

En poco tiempo, sin apenas haberse detenido en ningún lugar, alcanzaron la plaza del Ayuntamiento y se vieron situados ante la catedral.

–¡He aquí la joya de la ciudad! –exclamó Ventura, abriéndose de brazos para abarcar el grandioso edificio–. ¡Y casi diría que de España!

Ramón contempló aquella magnificencia con cierta desgana, preparándose para lo que se le venía encima.

–¡Mira qué maravilla! –repetía el sacerdote–. ¡Qué metáfora de nuestro país! ¿No crees? Imperfecta, ecléctica, inacabada… Encajonada en la estrechez mora de estas callejuelas… Podría pasarme horas ¡créeme! hablándote de ella…

El frío, que había desaparecido tras la caminata, volvió a adueñarse enseguida del cuerpo de Ramón. El chico empezó a sentir cómo se le clavaba en los huesos, y trató de paliarlo desesperadamente, como se le fue ocurriendo. Primero, frotándose las manos y vertiendo su aliento cálido sobre las palmas ahuecadas, y después –apremiado por un incómodo temblor que hacía que le castañetearan los dientes–, comenzó a pisotear el suelo con la base de sus zapatos, sin que aquello pareciera tampoco surtir demasiado efecto.

–Parece que hace un poco de frío, ¿no? –comentó, presa de la desesperación.

Ventura le miró fijamente, molesto por aquella interrupción que no comprendía. Justo a punto de reanudar su perorata, un ruido de pasos que adentraban en la plaza le hizo desviar la atención hacia otro lado.

–¿Don Ventura? –dijo una voz ronca, de hombre adulto, que atravesaba el velo de niebla desde la calle Cisneros, por uno de los flancos de la catedral.

–¿Sí? –respondió el sacerdote.

–¡Soy yo, Marcial! –respondió la voz.

Ramón y el sacerdote comenzaron a distinguir entonces el perfil delgado y fibroso de un tipo ataviado con ropas anchas de campesino, que se les aproximaba lentamente, aunque con resolución, ligeramente inclinado por el peso de un bulto que llevaba a la altura del costado.

–Muy buenas –dijo el tipo, plantándose ante ellos.

–¿Qué tal, Marcial? –le respondió el cura–. ¿Cómo tú por aquí, y a estas horas?

–He estado en el café, buscándole –explicó el hombre–. Me han dicho que se había marchado de allí hacía poco.

–Sí –respondió el cura–. Quería enseñarle la ciudad a mi nuevo compañero de pensión.

El hombre miró al muchacho de arriba a abajo, más por cortesía que por interés, y se dirigió de nuevo al sacerdote.

–¿Podemos hablar en algún sitio a solas, padre? –dijo.

–Claro, Marcial –respondió el cura–. ¿Qué es lo que pasa?

El hombre señaló disimuladamente el bulto que llevaba encima.

–Quería enseñarle algo… –dijo.

El cura asintió, mirando aquel objeto con aire pensativo. Había captado enseguida el sentido de aquella actitud impaciente.

–Podemos ir a la pensión, si te parece bien –le sugirió.

–Me parece muy bien, padre –respondió el campesino.

El cura se volvió entonces hacia Ramón, que les escuchaba muy atento, sin decir nada.

–Siempre y cuando a ti no te importe, muchacho –le dijo muy serio–. Esto interrumpe nuestro recorrido turístico…

–Por mí no hay ningún problema, padre.

–¡Pues marchemos entonces! –resolvió Ventura.

Y los tres se encaminaron, con pasos decididos, hacia la pensión.



3. Cara a cara con el misterio


La pensión estaba ubicada en un edificio estrecho de viviendas, situado hacia la mitad de la empinada calle del Cristo de la Luz. Don Ventura llevaba viviendo en ella muchos años, y era allí como uno más de la familia.

Abrió el portal con su propia llave, e hizo que sus invitados le siguieran hasta su habitación, situada al final de un largo pasillo localizado en la primera planta.

La luz del candil reveló, al abrir la puerta, un cuarto pequeño, con balcón a la calle, atestado de objetos antiguos y polvorientos, y montones de libros por todas partes.

–Bien –dijo, cerrando la puerta tras asegurarse de que Ramón entraba con ellos–, ya estamos aquí, Marcial. ¿Vas a querer contarnos, por fin, qué es eso que llevas encima?

Marcial se había precipitado a depositar el pesado bulto sobre la cama del sacerdote.

–Verá –dijo, quitándose la boina y señalando con un movimiento de cejas hacia Ramón–, es que quisiera hablar con usted a solas, padre…

El muchacho, que en ese momento curioseaba entre los libros alineados en una pequeña balda que colgaba de la pared, se dio la vuelta al comprender que estaban hablando de él.

–Yo –dijo, dirigiéndose a don Ventura–, me marcho, ¿eh? No tengo ningún problema…

–¡Nada de eso! –se apresuró a rechazar el sacerdote–. Tú te quedas, muchacho–.Y después, dirigiéndose a Marcial–: No tienes que preocuparte por él, es de confianza…

–Como quiera –respondió el campesino–. Yo, como usted me dijo que era imprescindible actuar con sigilo en estos casos, sin que nadie se enterase…

–¿Pero a qué tanto misterio, Marcial? ¿Se puede saber qué es lo que te traes entre manos?

–Verá –respondió el hombre–. Le contaré...

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